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Y. MISHIMA. Entre Oriente e Ocidente.

 

EL HIDALGO Y EL SAMURAI.

 

Don Quijote en Occidente, Mishima en Oriente: ¿Qué es lo que hay detrás de la máscara?. Y cómo atravesar esa otra Mancha: el uno mismo.

 

            En cualquier parte de España, cerrada a veces en una cadena y siempre en un siglo que veía palidecer los lujos y glorias del pasado, un soldado más bien olvidable concibió, quizás por azar, una clase de ficción o un delirio coherente y minucioso, que tendrían, de una u otra manera, conciencia de sí mismos. El Quijote, fruto de este rigor            enardecido, recorría llanuras desiertas, sembradas de lamentables personajes, peleándose contra su propio imaginario, alucinado bajo una forma de gigante, para restaurar los valores de los antepasados, la pureza legendaria: todas estas palabras que no pretendemos vestir de mayúscula y que constituían, para las novelas de caballería, el léxico de lo ejemplar.

            Sumergido en el juego, siniestro y sutil, de afilados sables, brillantes en el aire de otoño como los relámpagos, y una doble y astuta decapitación programada, Kimikate Hiraoka, convertido después de –o gracias a- una sesión en el purgatorio benigno de los antros para aficionados al cuero negro, cuerdas punitivas y motos, en Yukio Mishima, recurrirá a las ansias domésticas y reiteradas del Quijote en una sola escena instantánea, desbordando toda lógica, ultrapasando toda violencia.

            Porque esta forma de suicidio triangular y ceremonioso, que resumen tres fonemas claros y brutales como los tres golpes de sable que lo derrumban (sep- pu-ku), la había concebido como un sacrificio quijotesco hasta el exceso, sin nombre; quijotesco, es decir, también pedagógico: para que los valores a la vez apacibles y severos del Antiguo Imperio fuesen restaurados, reactivados en el paisaje de un país vuelto hacia la producción obsesiva, al fetichismo de la miniaturización maníaca de exageraciones y de récords.

            Entre el irracionalismo idealista del hidalgo y la razón exagerada y mortífera del samurai, aunque la cruzada es la misma, y la furia mítica, casi religiosa, de su aventura, aunque los valores son idénticos, podría decirse que ambos están afectados por signos opuestos: los que hacen simetría de un personaje constante contra lo real de las pruebas de ficción que semejan caprichosas y de un hombre que se aleja rotundamente de la ficción minuciosa y recurrente que llamamos lo real; lo que separa a un cristianismo inquisitorial de un budismo bancario.

            Lo que el Quijote ansía abarcar es absoluto, presente, incorruptible, y por eso siempre recuperable: la andadura de la restauración es repetitiva, cansada y diaria. En el budismo, y sobre todo en esta variante austera que se apodera de Japón, el zen, cuanto más intensa y compacta es la apariencia de las cosas, más denuncia una simulación, es la metáfora del vacío que la dispone y suscita. La “sacudida” del objeto, la descomposición de la ilusión es pues necesariamente brutal, brusca: arranca a la máscara su confesión: detrás de la máscara no hay nada; lo que esconde es la ausencia de todo rostro.

            La obra de Mishima, el ser a la par una paradoja, la enseñanza de la muerte como explicación del vacío, se puede resumir en un pasaje del Pabellón de Oro. Un joven tartamudo, al final de una larga estancia frustrada, como discípulo, en un monasterio que posee la joya “inalterable e indestructible” de la arquitectura tradicional japonesa, el Pabellón de Oro, incendia el templo y destruye para siempre este “Mundo de Diamante”, esta concreción de la Armonía y de la Verdad Pura. Había descubierto que “la Bondad está estructurada desde la nada”; su gesto criminal, que lo deja fuera de la comunidad de los monjes –Mishima se inspiró en un suceso auténtico del que se había hablado bastante en la prensa en julio de 1950- le hace alcanzar al mismo tiempo, y como puro, lo inimaginable de la Secta Sanron, para la cual “todas las cosas están vacías, son irreales cuando se ven y se toman por separado, aunque éstas existen por la relación entre unas y otras”[1]. Su acto de vandalismo, como el que constituye un suicidio, su negación exagerada de lo real, no es más que la revelación de un orden: el orden invisible que sostiene toda cosa; una toma al pie de la letra, caricaturesca y destructiva, de esta verdad tradicional del budismo: “la orden es derribar la casa, hacer añicos la armazón”[2]. Toda bondad, toda perfección aparente, está pues “castigando”, “sacudiendo” para hacerle devolver, vomitar su vacío germinativo: de ahí un método en el que el “sadismo” deviene en “maiéutico”, sino en ritual.

            La ambigüedad está en que, para elevarse hasta ser revelador, este sadismo no es sin embargo un impulso. De ahí la adoración -no hay otra palabra- pagana, extrañamente aculturada, la devoción escabrosa que Mishima profesa a San Sebastián, este mártir un tanto consentidor, que llamaba a las flechas que iban a penetrarle como quien invita a benevolentes palomas, hizo de su suplicio una alegoría de la voluptuosidad. Si conocemos el vacío que estructura un templo en el incendio, descubrimos la fragilidad de un cuerpo, fuese éste rítmico y robusto, el de un guerrero romano, sometiéndose a la experiencia en que su fuerza encuentra sus límites. La representación gozosa y piadosa de Guido Reni proporcionó a Mishima el soporte para ejercicios autoeróticos, alimentó sus fantasmas depredadores, se convirtió en una verdadera imagen de ejemplo. “Tal era Sebastián –concluye Mishima, en un poema en prosa sobre la imagen flechada- joven capitán de la guardia pretoriana. Una bondad tal como la suya ¿no estaba destinada a la muerte? (...) Su suerte no era lamentable. Antes fue orgulloso y trágico, un destino que incluso se podría calificar de brillante”.

            El progreso en la perversión se va a encontrar estrictamente reflejado a partir del cuadro demasiado remitido y obedecerá a un ritual, o a un protocolo, tan inmutable y fijo como la imagen: el mártir que Mishima sueña está atado, desnudo, a un tronco de árbol, con las manos atadas detrás de la nuca, “las flechas van a penetrar la carne firme y perfumada y consumirán su cuerpo hasta lo más profundo, por las llamas del sufrimiento y del éxtasis supremo”.

            Pero –última ilusión- puede ser que cuando el templo esté reducido a cenizas y el joven guerrero desangrado, éstos ya no sean reveladores del vacío, más explícitos en su fragilidad que bajo sus formas majestuosas, absolutas. Entonces, el violento ejercicio de la sacudida, la destrucción demostrativa, habrán sido inútiles: “¿Por qué todos estamos abrumados por el deber de destruir todo, de cambiarlo todo, de volver a lo transitorio?” detrás de este deber resurge la realidad.

            No queda nada más que destacar. O emprender otra cruzada, otra conquista: retomar contra su propio cuerpo la energía iconoclasta, completar la travesía de esa otra Mancha: el uno mismo.

            Abrir su cuerpo al teatro del vacío, la representación de la nada, comenzando la ceremonia por los tres golpes rituales: sep- pu- ku...

Severo Sarduy

 

Publicado en Revista de Historia y Pensamiento Handschar nº 4, Otoño-Invierno 2002, pp. 64-66. ISSN: 1576-5164.



[1] Marc Mécréant, prefacio al Pavillon d’Or. Gallimard. 1961.

[2] Paul Mus, citado por Marc Mécreant, op. cit.


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UN SAMURÁI DEL SIGLO XX. EN EL DILEMA DE LA MODERNIDAD ANTE EL MITO.


Reseña de la obra de PALACIOS, Isidro-Juan, Yukio Mishima. Vida y muerte del último samurái, ed. La Esfera de los Libros, 2020, pp. 369.
 

Yukio Mishima en los debates político-culturales de la Universidad de Tokio, 1968.
 
    Acabado de leer este deleitoso y concentrado libro del profesor Palacios, me debatía en mis adentros si, en el fondo de toda esta obra, mensaje y personaje más que literario, el debate no era sino aquel que retomó E. Jünger con Richard entre aquellas inquietantes abejas de cristal (Abejas de Cristal, 1995) donde la tecnología toma las riendas cabalgando triunfalmente en esta modernidad imparable, o este otro samurái que construyó a su original manera Kimitake Hiraoka, asumiendo la modernidad del tiempo, forma y pensamiento que le tocó vivir (la única que tenemos, la real, la que no escogimos), “reinventando la modernidad” que junto con la tradición invisible (tan silenciosa como imperceptible es permanente, viva, perenne) ha acabado transformándose en una posmodernidad revivificadora, esperanzadora, para todos aquellos que aún queramos sobrevivir en este avanzado siglo XXI. Quizá haya que cambiar el término “posmodernidad” dado lo confuso que este sistema tentaculante con su neolenguaje, nos ha hecho hacer entender con los múltiples significados del manipulable vocablo. Lo dejo como propuesta para mi apreciado profesor Palacios. Veremos.
Confieso que mi contacto con el mundo del pueblo nipón y su cultura es mínimo, pero siempre ilusionante, atractivo en cuanto me acerco al mismo desde solo el umbral. Las lecturas juveniles de los viajes de J. Mª. Gironella (El Japón y su duende, 1976, recomendable) con el excepcional guitarrista Narciso Yepes en 1962, o ese otro tan inquietante como cautivador de Díez del Corral cuando trata el actual y raptor de lo occidental que es el Japón (El Rapto de Europa, ya en 1974…), me habían dejado un grato sabor de boca, algo que siempre rebullía en mi imaginación hacia lo más oriental, acostumbrado a un Oriente más próximo… Este libro lo ha consumado, nos debe hacer retomar un viaje-tránsito de plácido en lo conmovedor, de revolucionario regreso.
    Lo que esta obra que comentamos atiende es en la práctica, inabarcable: filosofía perenne (Vertical, como le gusta discernir al autor) a raudales, la Antigüedad clásica desde la concreción del pensamiento helénico, historia de la literatura japonesa contemporánea, el Tenno con su inmutable Emperador (su comprensión, su significado transcendente y real), el propio escritor con sus máscaras, obra y vida de Yukio Mishima (en el contexto de sus ascendientes, familia coetánea, sus debilidades personales, la intelectualidad en su dualidad combativa de lo diletante y de la final acción del pensamiento: la ilustración espiritual que toma la letra y el cuerpo como armas), grupo-comunidad (la de hoy y la de los Antepasados, identidad) versus individualismo, la americanización-occidentalización irreversible del pueblo y cultura japonesa, el código Bushido, su Hagakure (Yosho Yamamoto), Confucionismo político, el Disco Solar de Amaterasu, una “nueva” historia de las gente del Sol Naciente, la perspectiva de todo ello desde la Biocultura con la actual neurociencia, llegando a un final apoteósico que el idéntico personaje estudiado nos ofrece: su sepppuku del 25 de noviembre de 1970.
    Se ha redimido el héroe, se revivifica el mito. Mucho más. Nos ofrece unas claves prácticas para los que, como el mismísimo samurái, orientales y occidentales, podamos todavía tener la esperanza de saber vivir en las turbulencias asfixiantes de la modernidad que nos rodea y que, en definitiva, dominan desde hace mucho tiempo en nuestro dañado interior. No es el único camino, lo sabemos, pero pocas sendas tenemos ya operativas, aquéllas que nos puedan hacer una resistente coraza para salir airosos de esta guerra intelectual y espiritual que hoy mismo nos trae aquí, en el tatami del combate real, existente, cotidiano.
    Nuestra resolución ante el oleaje que nos arrastra hasta mismas venas de la cultura japonesa es, lo diremos con claridad, no a su pesar, dual-opuesta, imperceptible a la gran mayoría de los europeos, contradictoria (aparentemente, pero dictaminada a ser paradójica sin cesar), en la “estrategia de lo invisible” (v. 357 hasta el final) en “lo oculto” de cada moderno y “neoyorkino” japonés o colegiala japonesa de los mangas y animes de una tienda de cómics cercana.
Dicha determinación me ha llevado a intentar desenmascarar (aquí nada mejor dicho dado lo oculto entre lo recitado durante siglos y esta “realidad” que nos acompaña con tozudez diaria) el Mito, pues éste nos tendría que ayudar a desvelar el Tenno, intentar comprenderlo. A ver hasta qué punto podemos percibir con nuestra humilde retórica helénica.
    El mito no sólo es un compendio de narraciones incomprensibles, irreales, fantásticas, de hombres distantes (poetas, filósofos, historiadores, matemáticos) en el tiempo que ha llegado hasta nosotros generación tras generación con evidente pérdida de su verdadero significado. Es muchísimo más: lo es Todo. La forma y el mensaje dado por la transmisión cultural (oral, escrita, artística, musical) de dicho mito desde la inspiración de los dioses con sus musas (Mnēmosýnē) hasta nosotros, nos ha tenido que impactar cual flechazo para que en pleno 2021 estemos hablando de este tema y no de otros. Todo es mito cuando es la estructura eterna de algo, de aquello que nos impacta, aun cuando nos parezca casi imposible su comprensión literal. El mito llega al alma a través de lo invisible, y cuando se transforma en una forma plástica, en un acorde, se envuelve a sí mismo en mil papeles de colores para engañar a quien no es merecedor de su discernimiento.
    Es para los griegos el mito su modelo ideal de vida, muerte y el Más Allá en sus arquitecturas, lo imperecedero, incluido el poder de los hombres en lo terrenal: lo religioso, lo militar, lo político y social, familiar. No es para una persona concreta, lo es para todos, para la gens. Sólo así lo entendían los Emperadores romanos (y con ellos todas las tríadas indoeuropeas en el decir de Dumézil), tenientes y guardianes del mito de sus Antepasados y el suyo propio.
    Tocando el mito con las manos y la espada está el héroe, un Héctor en el que los vasos funerarios griegos nos explican un ideal de existir aristocrático: la heroización del difunto transcendiendo la misma muerte en los combates ante la ciudadela de Troya. El paradigma de hombre sencillo griego comprende que ese ideal (no “inventado”, sino transmitido desde los orígenes de la Teogonía) es un espejo en el cual debe reflejarse, tender en lo posible hasta él: reencarnarse uno mismo en mito. La Edad heroica que algunos añoramos…y que Mishima quería volver a recordar, a sentir. Tenía el camino trazado (se había borrado, lo recupera), lo siguió y finalmente lo plasmó en su alma y cuerpo mediante una espada como elemento vertebrador entre el cuerpo y su trascendencia.
    El cómo realiza el autor de esta singular biografía (¿exactamente lo es?) es vertebrando todos los puntos de vista de Hiraoka-Mishima: vida en el espacio y tiempo, perspectiva horizontal y vertical, contexto de la intrahistoria japonesa, sus alarmas y fisuras, fantasmas, recomposiciones de una vida que se ha modelar para estar más cerca del héroe que uno se puede proponer ser. Lo consigue Palacios desde una estructura de estilo más bien circular-heliocéntrica (su “Ruta Solar” particular, recordamos desde 1976), reiterativa hasta el extremo (¡técnica que le ocupa muchas idas y vueltas para retornar al centro con sus círculos concéntricos!: la necesita), diríamos que hasta en espiral interna hasta llegar al centro, que a mi modo de ver es el Mito que encarna el oficial y literato japonés.
    Más. Siguiendo el itinerario vital del autor escurialense, asunto que nos ha implicado desde la revista Graal (1975-1977), el obligado por referencial continuum de Punto y Coma (1983-1989) y el más atrevido por difundido Próximo Milenio (1994-1996), hemos llegado a la conclusión, incluidas otras obras monográficas de no menor interés, que Palacios nos está desvelando e izando la “Bandera Blanca” que a todos nos sorprendió en los años 90. Lo expone desde Yukio Mishima y no podía ser de otra manera, pues los conocimientos sobre el mismo son, hoy por hoy, insuperables en las letras hispánicas. El dominio del asunto que desarrolla hasta los límites que deja exponer el formato de un libro, nacen de la atracción reveladora aquel invierno de 1970, cuando Isidro Palacios se vio seducido por la figura, obra y acción de un samurái en el ya decadente siglo XX. Le siguieron estudios, investigación (trabajos de doctorado, tesis), formación en la cultura japonesa en todos sus ámbitos. Este es el resultado es un título para tener forzosamente en nuestra biblioteca y la idea orteguiana es que el mito en plena modernidad es viable, practicable, visible. Nada más ni nada menos. Un desafío.
    “Sugerir el mito antiguo” nos dice Palacios. En varias frases para tener muy en cuenta, revivir el sentido del mito, volver a lo arcaico, retorcer la modernidad que oculta con mil velos lo mítico, para mostrarlo desnudo y factible en nuestros adentros, desgarrados en jirones por las innumerables capas falsas que dicha actualidad nos hiere, haciéndonos ciegos ante Dios y los dioses.
    Es verdad, dicha batalla titánica sólo podría darse después del Apocalipsis de 1945 en el Japón del Tenno, “muerto” (lo aparente, lo oculto, lo enmascarado) ya el Emperador Hiroito en carne (1946), renunciando a su condición divina (¿pero en verdad un mortal puede hacer esto desde su limitada dimensión?) ¿Renace el Tenno en un simple samurái urbanita, renegado en los letales combates de su pueblo contra el invasor americano?, ¿en los debates contra la izquierda intelectualoide de la Universidad de Tokyo, en plena efervescencia de 1968?:

Si vosotros, estudiantes, pudierais pronunciar la palabra Tenno, sería capaz de unirme con alegría a vosotros”.

    No la pronunciaron, sabían lo que dicha palabra conllevaba. Fue la muerte de las ideologías, la victoria no de un simple hombre llamado Hiraoka, sino la de los Antepasados haciendo vibrar las claves multiseculares del Mito. Isidro Palacios nos ha hecho llegar este importante legado, haciendo visibles las sentidas cuerdas cromáticas, en potencial posmodernidad, a través de una obra excepcional. Es un serio aviso, insisto, no lo podemos ignorar.
 
Dr. X. Carlos Ríos Camacho
 
Publicado en la Revista La Emboscadura nº 10, septiembre 2021, pp. 87-88. ISSN: 2604-6695. Dép. Legal: T.1607-2018.  Esta es la edición exclusiva para Community Conscience Edoras, en artículo extendido, que finalmente quedó abreviado en la revista La Emboscadura comentada.

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